miércoles, 29 de septiembre de 2010

Ruanda y Occidente: de la instrumentalización del genocidio como arma política


El caso del genocidio ruandés de 1994 ha gozado de una importante repercusión en los medios de comunicación europeos y norteamericanos en los últimos años y ha llegado a consolidarse en la imaginación occidental como un caso emblemático que podría simbolizar las tensiones y violencias que azotan el continente africano.
En la última década, múltiples ensayos, novelas y películas han tratado el caso del genocidio ruandés, otorgándole una visibilidad realmente sorprendente con respecto a otros conflictos africanos. Películas como Hotel Rwanda (2004), Shooting dogs (2005) o Shake hands with the devil (2004), así como múltiples documentales televisivos y cinematográficos popularizaron una versión de los hechos que, en sus rasgos mayores, habían construido las agencias de prensa occidentales unos años antes, y cuya fuerza simbólica residía en inscribir el conflicto de Ruanda en la retórica de la memoria del horror que con tanta fuerza se había instalado en los medios de comunicación occidentales desde los años noventa, y que había tenido como referente fundamental el exterminio de los judíos en los campos de concentración nazis.

Esta versión se apoyaba sobre tres elementos fundamentales:
1/ Se trató de un conflicto étnico, prácticamente incomprensible desde una sensibilidad occidental, en el que el gobierno hutu insufló el odio hacia la población tutsi con la connivencia del gobierno francés, hasta conseguir un clima de rencor tal que llevó a la mayoría de la ciudadanía hutu a matar a machetazos a sus vecinos tutsis y a los hutus que no se plegaron a la lógica del genocidio. En esa espiral de violencia, en torno a 800 000 tutsis y hutus moderados murieron a manos de las Interhamwe (milicias hutus entrenadas para matar tutsis) en un periodo de tiempo tan corto que ha hecho que se califique el genocidio ruandés como el más rápido de la historia. Las características de los asesinatos, basados en un arma tan rudimentaria como el machete, les dan un carácter brutal del que han carecido otros exterminios.

2/ La intervención de la ONU fue cobarde e ineficaz. Habiendo cascos azules en la zona, se hubiera podido evitar el genocidio, pero la timidez de los Estados Unidos, que temían una debacle como la ocurrida unos años antes en Somalia, desbarató cualquier posibilidad de atajar militarmente el conflicto. Las ridiculizaciones de la postura de no intervención de la ONU son constantes en todos los relatos. De un modo similar a como las películas tempranas de Clint Eastwood mostraban la inoperancia de los tribunales para combatir la delincuencia y, de ese modo, legitimaban la aplicación de la fuerza policial como único modo de luchar efectivamente contra ella, la recurrente crítica a la no intervención de la ONU en el conflicto ruandés parece legitimar el derecho de intervención militar sin tener en cuenta las leyes internacionales que limitan ese tipo de intervenciones, y que esta versión de los hechos tiende a ver como vericuetos burocráticos alejados de la realidad que tornan inoperante la presencia real de las tropas internacionales.

3/ El Frente Patriótico Ruandés, comandado por Paul Kagame (actual presidente de Ruanda), tuvo un rol liberador cuando, informado del genocidio perpetrado por el gobierno hutu contra la población tutsi, realizó una ofensiva militar que le llevó a la liberación de Kigali y a la expulsión de los perpetradores del genocidio, que se refugiaron mayoritariamente en la República Democrática del Congo. Kagame, en nombre de todos los tutsis y las víctimas del genocidio, tendría legitimidad para gobernar el país a partir de entonces. Además, al igual que el exterminio de los judíos en Europa, el genocidio de los tutsis debería desde entonces convertirse en el centro de una nueva nación basada en la memoria del genocidio. Todo el mundo debería contribuir, mediante la propagación de la memoria del genocidio, a que violencias de ese tipo no se volvieran a producir nunca más.

Esas tres ideas básicas forman, pues, el discurso común sobre el genocidio ruandés, y ha llegado a resultar tan incuestionable que cualquier objeción a sus presupuestos es leído como un acto negacionista. No en balde, el gobierno de Kagame y sus poderosos voceros en Occidente han establecido un paralelismo entre el exterminio de los judíos por los nazis y el genocidio de tutsis por parte del gobierno hutu en 1994. Pero en realidad, tanto el discurso oficial sobre el genocidio como las políticas de memoria que se han llevado a cabo en los últimos años han servido más a oscurecer y a mitificar ese episodio de la historia que a ayudar a comprender su sentido.

Vayamos por partes:
1/ La conceptualización del genocidio ruandés como el resultado de un conflicto étnico permite inscribirlo en un espacio magmático y en teoría ajeno a la comprensión de los ciudadanos occidentales. Esta conceptualización, lejos de ser inocente, produce efectos de largo alcance: como suponemos que los africanos se masacran entre ellos desde siempre por razones étnicas incomprensibles para los blancos, el genocidio ruandés sería un episodio inevitable, casi normal entre ellos, en el que los occidentales no tienen nada que ver.

Sin embargo, pensar el conflicto ruandés como un conflicto étnico, efecto de una batalla multisecular a la que los occidentales habrían sido ajenos resulta, cuanto menos, incierto. En primer lugar, si pensamos en el significado sociológico del concepto de etnia, vemos que se trata de una población humana en la cual los miembros se identifican entre ellos, normalmente con base en una real o presunta genealogía y ascendencia común, que se concreta en una cultura, lengua, religión u origen territorial específicos que los diferencian de otros grupos. Desde esa definición, lo cierto es que las guerras entre España y Francia, la II Guerra Mundial o la reciente invasión de Irak por EEUU podrían considerarse guerras étnicas con mucha mayor propiedad que el genocidio ruandés. Aunque los hutus y los tutsis hayan pasado a desempeñar en el imaginario occidental la quintaesencia del concepto de etnia, lo cierto es que entre ellos no existen diferencias lingüísticas, religiosas, culturales ni territoriales y, por tanto, su enfrentamiento no responde a los patrones de un enfrentamiento étnico. En realidad, tal como muestra Dominique Franche en su excelente estudio Génealogie du génocide ruandais (2004), los grupos hutu y tutsi responderían mucho mejor a la idea de grupos sociales con funciones específicas en la producción y la administración social, que se habrían ido consolidando a través del tiempo creando relaciones de dominación y de dependencia, pero en ningún caso de diferenciación étnica (esto es, sin diferencias lingüísticas, culturales, religiosas o históricas…).

En segundo lugar, lo cierto es que fue la colonización belga la que racializó la diferencia entre hutus y tutsis y la que exacerbó el conflicto entre ambos grupos sociales, hasta hacer que ellos mismos vivieran su diferencia como algo insuperable. De hecho, los colonos belgas utilizaron las estructuras de dominación de los tutsi sobre los hutu para, exacerbándolas, dominar a la mayoría hutu. Dando privilegios a la población tutsi, la utilizó como una suerte de delegación del poder colonial. Volcando sobre la población ruandesa las fantasías raciales que por aquel momento campaban a sus anchas en Europa, se definió racialmente la diferencia entre hutus y tutsis, acordando a cada grupo social unas características biológicas y morfológicas y, en 1926, implementando el carnet racial, en el que se daba carácter oficial al hecho de ser tutsi o hutu, dificultando de ese modo la ya de por sí compleja posibilidad de movilidad entre ambos grupos.

De ese modo, se sustancializaba la diferencia y se le daba un reconocimiento oficial. Los belgas, por tanto, no crearon el conflicto entre hutus y tutsis, pero lo desplazaron de lugar y le cambiaron el sentido: de un conflicto de poder y de estructura social pasó a conceptualizarse como un conflicto racial: diversas generaciones de ruandeses se educaron en esa concepción de la diferencia entre hutus y tutsis. No es de extrañar que con la retirada de los belgas y el proceso de independencia, la mayoría hutu no sólo se hiciera con el poder, desalojando a los tutsi, sus dominadores históricos, sino que muchos tutsis vieran esa toma de poder como una afrenta a su grandeza y, desde el exilio, soñaran con retomar Ruanda y volver a someter a los hutus.

Los acontecimientos de los años 60, cuando el gobierno hutu, ahora en el poder, realizó purgas de ciudadanos tutsi como respuesta a los ataques de tutsis exiliados en Burundi, indican el clima dejado por los belgas en el fin de su aventura colonial y preconizan de forma siniestra los acontecimientos de 1994 que desencadenaron el genocidio.

2/ La idea de que el único ‘pecado’ de los países occidentales en Ruanda fue no intervenir militarmente cuando se estaba a tiempo de evitar la matanza es rigurosamente falsa. Por una parte, propone la idea de que los salvajes ruandeses hubieran podido ser salvados de ellos mismos por los civilizados occidentales, pero nuestra pasividad burocrática lo impidió: es un mensaje implícito para legitimar futuras intervenciones militares en conflictos de todo el mundo. Por otra parte, trata de ocultar la profunda imbricación del genocidio ruandés con las luchas de poder de potencias occidentales y con el proceso de implantación en África del capitalismo global.

Éste último es un hecho que ha tratado de borrarse de cualquier reflexión sobre el genocidio ruandés, pero que creó las condiciones sociales necesarias para que una explosión de violencia de estas características pudiera tener lugar. A finales de los ochenta y principios de los noventa, Ruanda estaba considerada una nación modelo en la aplicación de los Planes de Ajuste Estructural que exigían el FMI y el Banco Mundial para sus créditos. Los planes de ajuste contemplaban las medidas clásicas de privatización y reducción del gasto público pero, además, implicaban una transformación del modelo de producción agrícola que a la larga resultó nefasto para la población ruandesa. (ver Eric Toussaint: http://www.telesurtv.net/noticias/contexto/1883/ruanda-los-acreedores-del-genocidio/).

Para que Ruanda pudiera inscribirse en el circuito comercial global, se le propuso potenciar su producción de café, té y estaño (productos destinados a la exportación) y minimizar la producción destinada a satisfacer las necesidades locales, especialmente el arroz y el trigo. El modelo funcionó, en términos económicos, hasta mediados de la década de 1980, momento en que se desmoronaron primero la cotización internacional del estaño, luego del café y por último del té. Habiéndose especializado, por consejo del FMI, en producción para la exportación, la caída de precios dejaba al país no sólo en una situación de gran pobreza económica, sino también de escasez de productos agrícolas para el consumo de la población. Se trata de un ejemplo de libro de los efectos de la pérdida de la soberanía alimentaria: en un contexto de crisis de precios, un país que produce arroz y trigo se empobrece, pero no morirá de hambre; uno que produce café y estaño, si no consigue venderlo difícilmente podrá sobrevivir.

No hace falta explicar que el empobrecimiento masivo que generó el cambio de producción agrícola generó un aumento de las tensiones sociales, una mayor conflictividad social y, en definitiva, un ambiente social en el que la identificación de un enemigo diabólico se utilizó para ocultar el descontento económico. En tiempos de crisis económica, nada mejor que la construcción de un enemigo amenazante (los tutsis) que haga de pantalla ante los problemas sociales y que canalice el descontento social hacia un blanco bien definido. En otras palabras, los planes de ajuste y el cambio de modelo productivo no crearon la rivalidad entre hutus y tutsis, que existía desde hacía mucho tiempo antes, pero sí contribuyeron a la desestructuración económica de la sociedad ruandesa, a la creación de un clima de descontento y desesperación que facilitó la instrumentalización del odio por parte de los dirigentes. La crisis económica de entreguerras no creó el nazismo, pero en un contexto de bonanza económica su mensaje no hubiera hallado el eco masivo que halló entre los alemanes. Algo parecido ocurrió en Ruanda, donde el empobrecimiento creado por las recetas neoliberales creó el caldo de cultivo adecuado para que un estallido de violencia como el de 1994 pudiera tener lugar.

Además, y en otro orden de cosas, el genocidio de 1994 fue financiado, por lo menos en parte, con el dinero sacado de programas de ayuda internacionales, tales como la financiación proporcionada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional bajo un Programa de Ajuste Estructural. Se estima que se gastaron 134 millones de dólares en la preparación del genocidio camuflando la adquisición de machetes con excusas agrícolas.

3/ La idea de que Kagame y el Frente Patriótico de Ruanda fueron quienes pusieron fin al genocidio de tutsis es cierta, pero del mismo modo que ambos son responsables de matanzas de cientos de miles de hutus en su avance hacia Kigali, en 1994, y de haber desencadenado las dos guerras del Congo. La segunda Guerra del Congo, también conocida como la Guerra Mundial Africana o la Guerra del Coltán (1998-2003) costó la vida a unos 4 millones de personas: nadie duda de que Kagame es uno de sus máximos responsables. Por ello, convertir a los tutsis ruandeses en las únicas víctimas del conflicto y a Kagame en su liberador constituye no sólo un error histórico, sino una cortina de humo destinada a legitimar la intervención militar ruandesa en el Congo con el beneplácito de las grandes empresas occidentales que se han lucrado con esa guerra y con sus millones de muertes.

La vinculación entre Kagame y los Estados Unidos venía de lejos. Con solo 4 años de edad, Kagame fue uno de los 160 000 tutsis que tuvieron que salir de Ruanda en 1959 tras la revuelta que dio por primera vez el poder a los hutus. Creció en Uganda, donde luchó con la guerrilla que derrocó a Milton Obote, dirigida por el actual presidente Yuweri Museveni. Con el derrocamiento de Obote y la llegada de Museveni al poder, los tutsis ruandeses que habían participado en la guerrilla fueron apoyados por el nuevo gobierno ugandés para crear el Frente Patriótico de Ruanda (1985), con la intención no disimulada de retomar militarmente Ruanda treinta años después de su expulsión y devolver la hegemonía perdida a los tutsis.

Se trataba de la vieja disputa entre tutsis y hutus, por supuesto, pero los intereses eran de más largo alcance: en una zona mayoritariamente anglófona, de gran influencia estadounidense, Ruanda suponía un paréntesis francófono con gran influencia del gobierno francés. Mientras el ejecutivo de Miterrand hizo del apoyo al gobierno hutu uno de las puntas de lanza de su política neocolonial y paternalista en la zona, los Estados Unidos hicieron lo propio con el gobierno de Museveni y con el potencial futuro gobernante de Ruanda, Paul Kagame. De hecho, las buenas relaciones entre el gobierno ugandés y los EEUU llevaron a Kagame, a recibir entrenamiento militar en Fort Leavenworth (Kansas). Preparando su invasión de Ruanda, el FPR disfrutó de ayudas económicas y armamentísticas difíciles de pensar en otras condiciones.

En 1990 el FPR intenta invadir Ruanda y pese a algunos avances, no consigue tomar todo el territorio. Entre 1990 y 1994, Kagame ordena diferentes incursiones e intentos de invasión. En ese periodo, la tensión entre hutus y tutsis se recrudece y las autoridades hutus llevan a cabo una campaña de agitación que produce un clima de odio hacia los tutsis, avisando de la posibilidad de que el FPR lleve a cabo un genocidio de hutus. Paradójicamente, esa amenaza de genocidio es en la que se basarán los gobernantes hutus para producir el verdadero genocidio, sobre los ciudadanos tusis. Es lo que se ha llamado una ‘profecía autocumplida’.

Se ha escrito detalladamente sobre el meticuloso plan de genocidio, sobre las estrategias de propaganda y sobre el modo en que el gobierno hutu inoculó el odio en la población y consiguió que una buena parte de los ciudadanos participaran en la matanza a machete de los que hasta entonces habían sido sus vecinos. Todo ello es cierto, pero como constituye el núcleo del discurso oficial sobre el genocidio no es necesario repetirlo. Probablemente, valga con leer la impresionante trilogía de Jean Hatzfeld sobre Ruanda, y especialmente Una temporada de machetes, para comprender el alcance de la lógica del exterminio y el modo en que la lógica del terror transforma al sujeto y le lleva a hacer cosas que nunca hubiera pensado hacer, como matar a machetazos a sus amigos y vecinos tutsis.

Lo importante es que la concentración de horror que produce el genocidio de tutsis no nos impida ver el cuadro completo en el que esa masacre se inscribe. Ese parece ser, sin embargo, el objetivo de las políticas de memoria globales sobre Ruanda, que convienen tanto a sus actuales gobernantes como a aquellos que les apoyan en Occidente: que la representación de ese horror nos genere un impacto emocional tan grande que nos haga apartar la mirada de otros horrores cercanos en el tiempo y el espacio. En particular, que la victimización de la población tutsi nos oculte la responsabilidad de Kagame y quienes le apoyan en la Guerra Africana que ha causado 4 millones de muertos.

En 1996, Kagame y Museveni atacan el Zaire de Mobutu, que se había convertido en el refugio de los genocidas hutus de 1994 y de buena parte de la población que había huido con la toma de poder del FPR. Los ejércitos bien dotados y entrenados de Uganda y Ruanda toman Zaire y ponen en el poder a Laurent Kabila, antiguo luchador que pronto decepciona a Kagame y Museveni. Kabila devuelve su antiguo nombre al Congo y, tras sentirse una marioneta de Ruanda y Uganda que aparentemente quieren controlar el país, hace un sonoro desplante a aquellos que le habían llevado al poder.

Esa ruptura entre Kabila y los gobiernos de Ruanda y Uganda desencadenó la Segunda Guerra del Congo, que fue, en la práctica, una guerra por los recursos naturales del Congo, y en la que participaron, además de los países mencionados, Angola, Zimbabue y Namibia, así como, más tarde, El Chad, Sudán y Libia. Se trató de un conflicto bélico complejo, con numerosas ramificaciones y múltiples dimensiones, pero los analistas destacaron un aspecto económico sobre todos los demás: el Congo poseía, entre sus riquezas naturales, el 80% de las reservas mundiales de coltán, un metal necesario para la elaboración de condensadores electrónicos y que ha sido crucial en el desarrollo de la industria de telefonía móvil en todo el mundo, así como de diversas herramientas electrónicas e informáticas.

Según las Naciones Unidas, el Ejército Patriótico Ruandés ha montado una estructura para supervisar la actividad minera en Congo y facilitar los contactos con los empresarios y clientes occidentales. Traslada el mineral a Ruanda donde es procesado antes de ser exportado. Los destinatarios finales son EEUU, Alemania, Holanda, Bélgica y Kazajistán. Puede leerse en Wikipedia: “Ruanda y Uganda, han sido acusados en varios informes internacionales, del expolio y tráfico de estas riquezas minerales del Congo. Siendo varios países occidentales los principales beneficiarios, la ayuda económica y militar continuó durante el conflicto. Se firmaron planes de apoyo y cooperación entre Estados Unidos y estos dos países, los cuales además de enriquecerse con el tráfico del mineral, vieron cómo parte de sus deudas externas fueron canceladas y se los consideró como modelos de desarrollo económico de la región. Entre las empresas más importantes con intereses en la región, ha sido mencionada la American Mineral Fields, en la que George Bush, padre del expresidente norteamericano George W. Bush, tiene notables intereses”.

En ese contexto, las políticas de memoria que han hecho del genocidio ruandés de 1994 un Holocausto africano y que han movilizado la industria de la cultura global para golpear la conciencia occidental con él, deben leerse en una doble dimensión.

A) En el interior de Ruanda, han sido utilizadas por Kagame y su gobierno como una fuente de legitimidad para sus políticas represivas extremas. Tal como afirman los analistas Brauman, Smith y Vidal (http://www.inshuti.org/esprit.htm), el gobierno de Kagame habría llevado a cabo una instrumentalización del genocidio para militarizar la sociedad ruandesa, privatizar el poder político y criminalizar la disidencia política y social. La memoria ardiente de los muertos de 1994 se utilizaría para sellar cualquier posibilidad de debate y para socavar cualquier tipo de cuestionamiento del poder de Kagame y los miembros del FPR. Ramón Arozarena (http://www.inshuti.org/arozare.htm) ha analizado la connivencia de las ONG occidentales, presas de la mala conciencia por su ineficacia contra el genocidio, con esas políticas de memoria que instrumentalizan el genocidio para legitimar unas prácticas de poder abusivas.

B) En Estados Unidos y Europa, el genocidio de 1994 tiene una visibilidad mucho mayor que cualquier otro conflicto africano (quizás con la excepción del apartheid, por razones obvias). Su reducción a unos límites temporales muy claros y su aislamiento con respecto a los procesos políticos, económicos e históricos en los que se inscribe han hecho de las cuatro meses que duró el genocidio un espacio-tiempo diferenciado y casi mítico, que concentra y lleva al extremo buena parte de los estereotipos que se atribuyen a los africanos. La potencia simbólica que ha ganado el genocidio del 94 en la imaginación occidental ha servido para legitimar la presencia de Kagame y los suyos (las víctimas del genocidio) en otros territorios (el Congo) y su vinculación con empresas estadounidenses y europeas que se benefician y financian el pillaje de recursos que estos realizan. En última instancia, las políticas de memoria sobre el genocidio tratan de ocultar la responsabilidad de empresas como Alcatel, Compaq, Dell, Ericsson, HP, IBM, Lucent, Motorola, Nokia, Siemens, AMD, AVX, Epcos, Hitachi, Intel, Kemet, NEC, involucradas activamente en el expolio del coltán en el Congo y, por tanto, responsables económicos de un conflicto que ha costado más de cuatro millones de muertos, miles de mujeres violadas y, cientos de miles de desplazados y toda una región devorada por una violencia.

Tanto Kagame como sus voceros en Occidente han tratado de trazar paralelismos constantes entre el exterminio de los judíos y el de los tutsis, y han hablado de la necesidad de erigir una memoria activa similar en ambos casos. Siguiendo una estrategia similar a la de Israel, tachan de negacionista a cualquiera que ose criticar la política de la Ruanda actual y de denunciar su política invasiva, deshumanizada y genocida frente a otras poblaciones. De igual modo que el gobierno israelí, el gobierno ruandés ha instrumentalizado la memoria de la masacre para legitimar su propio ejercicio de la violencia, que se parece de forma siniestra a aquel que se empeña en recordar.

Jaume

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